CRÓNICA/PERFIL

 Orfel Mailharro: El último centauro



Orfel Mailharro  es un jinete que se volvió leyenda, un verdadero paisano, un sabedor indiscutido del trabajo rural, un divulgador incansable de la cultura criolla de la llanura. Sus ojos brujos han visto mil historias de campo, y ahora a sus 78 años se sienta a repasar algo de su vida y profesión.



Desde adentro de la casa el patio se ve enmarcado a través de una puerta balcón. De la tierra reseca y pisoteada no asoma un rastro de vida; solo en las lomas crecidas en el perímetro del terreno -porque el animal no lo ha pisado tanto- brotan algunos yuyos o gramilla de un verde intenso. El animal que le ha dado al suelo ese aspecto de corral ahora se acerca a la puerta, escarba la tierra y los vasos abren surcos con golpes secos que se oyen desde adentro. Cada tanto, buscando más atención, toca el vidrio con el hocico, cabecea, mueve las orejas y resopla. Es la hora en que debería estar verdeando en una esquina del barrio “quinta 70”, pero su dueño y compañero está sentado a la mesa repasando su vida en detalladas anécdotas. Durante las cuatro horas de charla de aquel día, ese caballo llamado “Taita”, no se alejará de la puerta ni dejará de llamar al hombre que de vez en cuando le echará una mirada o grito tranquilizador. 


—Este es criollo puro eh, está numerau todo. Es de la cría de “Los bayos” de Fito Livio. Es gateado overo, pero a su vez es pampa porque la mancha le pasa atrás de los ojos, si fuera solamente en la frente sería malacara. Tiene otra particularida’, que a muchos se les escapa— hace un pausa creando cierto misterio y devela— es calzau de cuatro, ¿viste que tiene las cuatro patas blancas hasta las rodillas y los garrones? Pero además— dice ya casi como describiendo una obra de arte— si vos le mirás los ojos, no tiene el color de ojos de los caballos normales, son más azulau, y eso se llama ojo e’ cabra. ¿Viste que las cabras tienen el ojo más azulao? Algunos dicen “che, es zarco”, no, zarco es cuando es de un solo ojo. Cuando lo elegí había otro casi igual pero era medio levantau de riñones, medio curcuncho y ya es un defecto.


El paisano que describe al animal tiene 78 años, está vestido con camisa celeste remangada casi hasta el codo, pañuelo rojo anudado al cuello, bombacha de campo con la botamanga apretada por las medias, tirador y rastra, alpargatas y boina negra. Está parado en la cocina de su casa en Tapalqué; y suele decir que ha nacido prácticamente arriba del caballo. A lo largo de su vida ha domado los potros más chúcaros y ha jineteado a los pingos más mentados; es celebrado en cuanto festival de jineteada o desfile criollo se haga por la zona; fue campeón de Jesús María, el principal festival de jineteada de Latinoamérica, y se ha codeado, en los mejores restoranes de la capital, en mitines y banquetes con los apellidos que portan leguas y leguas de campo. También, como mayordomo, ha resucitado estancias de patrones que no sabían si las vacas tienen una o cinco patas; y entre muchos de los reconocimientos que recibió cuenta por ejemplo con el de La Cámara de Diputados de la Nación que lo homenajeó como Paisano de a Caballo y Hombre de Jineteada. Se llama Orfel Mailharo y por estos pagos es la síntesis misma, la representación cabal del hombre campero, del paisano de la llanura, heredero del gaucho, y continuador de esa tradición que es, en definitiva, buena parte de nuestra historia e identidad nacional.

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Mucho se ha escrito acerca del gaucho, del paisano o del criollo, pero quizás es importante establecer algunas diferencias entre estos términos que hoy en día nos resultan prácticamente sinónimos. Criollo era la forma en que se llamaba a los hijos de españoles nacidos en territorio americano en época de la colonia, se trataba básicamente de una elite blanca propietaria de tierras. Con el paso de los años lo criollo se fue convirtiendo en lo propio del lugar, una idea de lo nacional, por ejemplo versos criollos, platería criolla, caballo criollo, cocina criolla, etc. 

Gaucho tiene su origen en el quechua huacho, que significa huérfano. Se utilizó para designar a los hombres de las llanuras de Argentina, Uruguay y del sur de Brasil que desarrollaron grandes habilidades con el caballo, que fueron también protagonistas en las luchas por la independencia. Hombres sin ataduras de propiedad, que desafiaban al poder y sus abusos. 

El escritor Carlos Raúl Riso afirma: “En nuestra percepción, paisano es el sucesor del gaucho, a partir de las transformaciones que poco a poco trae el alambrado: conserva sus usos y costumbres, su cancionero y bailes, sus mismas habilidades en las rudas tareas de campo, etc., pero, perdida su ‘libertad e independencia’, se ha sometido a la regulada vida de una estancia alambrada.”

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Algunos lo llaman el negro Mailharro, tiene la tés trigueña, lleva una barba canosa tipo candado, las patillas también plateadas pero el resto del cabello, que peina tupido hacia atrás, es oscuro. Y los ojos: cristalinos, celestes y profundos como el cielo, parecen pulverizar todo donde se posan. En su manera de hablar no hay un floreo de lo campero, es genuino, crudo, con un vocabulario variado aunque a veces prefiere elegir palabras que parece usar solo él y también, las “malas palabras” para dar una imagen contundente de lo que quiere contar. Nació en el campo, entre Olavarría y Crotto. Su abuelo materno, inmigrante vasco navarro, se dedicó al trabajo en los tambos, así pudo ahorrar y  arrendar unas hectáreas. Su abuelo paterno en cambio, era vasco francés y, ni bien llegó, trabajó cuidando ovejas.


—Era el tiempo de la  campaña del desierto y cuando venían los malones, a los indios no les servían las ovejas, porque pa’ hacer la maloneada y llevarse yeguas y vacas había que ir en toda la furia ¡meta ponga y deje! y la oveja dispara doscientos metros, se cansa y se larga al suelo— explica Orfel. 


Sus padres fueron propietarios de unas hectáreas y arrendaron otras, en ese campo se crió Orfel junto a un hermano un año menor. Fueron a una escuela de campo y luego a un colegio en Azul. Al tiempo los cambiaron a un colegio de pupilos, aunque la estadía duró hasta que Orfel, con once años, le partiera el mango de un rastrillo en la cabeza a un celador, porque les prohibió tomar mate y les rompió a  patadas la improvisada ranchada en el  gallinero donde él y su hermano pasaban las horas.


—Mis padres tenían la posibilidad de pagarnos los estudios, pero me gustaba tanto el campo. Hubiera podido seguir veterinaria, hubiera sido un golazo, pero nos gustaba tanto andar entre los caballos, el vacaje y las ovejas... Y empezamos con las jineteadas y después nunca más parar.

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Orfel repite las anécdotas que ha seleccionado de su vida, las ha contado en el programa local de televisión Campereando, donde recientemente Cucho Zugarramurdi, su conductor, hizo varios especiales para que relate su vida y sus saberes camperos. También las ha narrado en el  programa de radio del mismo conductor y tiene elegidas otras para quien lleva a delante la página de facebook Tapalqué de ayer. Ahora lo escucho atento, casi nunca se sale del guión. Habla con la vista clavada en un punto fijo y solo levanta la mirada al final de frases importantes, como comprobando que hay alguien escuchando su anécdota, como suele hacer en televisión. En otros encuentros, con más horas de conversación, sí sentí que era su interlocutor, que me las contaba a mí aunque ya se las hubiese contado a otros; y solo cuando necesitaba buscar en algún pozo de la memoria volvía la vista de nuevo a  la nada.

Suena el teléfono, un aparato pequeño con luz azul sin pantalla táctil. Orfel atiende:


—Hola, acá estamos con este muchacho periodista. No, no, estamos empezando, pero vos me dijiste siete y cuarto. Hay que cagada ¿Seis y media? Pero la put... ¿Cómo, cómo? ¿Quién, éste muchacho? No sé, lo consulto, pero no sé, hacer la nota ahí no va cuajar me parece. Uy que cagada, yo estoy a pleno acá. Pará, pará, porque él me dice que puede ser otro día. Porque este muchacho fabrica una revista....bueno yo arreglo con él... Este chico no lo va a tomar a mal, porque él dispone de tiempo y puede ser otro día todo esto. Bueno yo estoy medio así nomás, me tengo que retintar un poquito— cierra la conversación, corta el teléfono con el dedo índice y me explica el mal entendido con los horarios y que se tiene que ir a grabar el programa de televisión justo ahora. Entra en la pieza, y sigue la conversación en voz alta. Cuando sale lleva puesto un saco gris de corte gaucho, pañuelo al cuello azul, botas y un poncho fino sobre el hombro izquierdo. Salimos juntos, le pone agua al radiador del auto porque pierde y rumbeamos a la veterinaria donde grabará el programa. El rally dura pocas cuadras -son suficientes para un par de anécdotas de las que no se pueden contar- llegamos. Hay una cámara en medio de una veterinaria de luz opaca, Cucho vestido de gaucho y una mesa con un poncho pampa. Ahí hablarán  para la televisión de Azul, que se ve en la zona, y en un canal de Youtube que se ve en todo el mundo, sobre caballos,  jineteadas y eventos camperos. Orfel usa un tono neutro y da la sensación de que podría seguir así por días.

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Domar es el oficio de amansar un potro que nunca ha sido montado para dejarlo “de andar”, ya sea para el trabajo con hacienda o para que tire un carro, arados, etc. 


—Vivía en el campo con mis padres, pero salía a trabajar. Para esa época ya domaba en La totora de Santa Luisa. O sea, de Olavarría, como quien sale a Laprida está Santa Luisa a unos 40 kilómetros, unas ocho leguas. Tenés que desviar unos cinco kilómetros, hay una estación con un pueblito. Ahí, en la estancia Las Totoras de los Andreu, agarré una tropilla.

—¿Cómo es ese trabajo?

—Y, son unos animales que nunca se han agarrau y los tenés que palenquear.

—¿Eso lo hacías desde tan chico?

—Ah por supuesto, si yo nací con el caballo. Así que ahí juntaba un lote y una yegua pa’ madrina, que es la que lleva el cencerro. Que es la llave de la tropilla—guiña un ojo  y repite —esa es la llave de la tropilla, es como la llave de tu casa. Es lograr que los caballos la acompañen, la sigan y no disparen. Para eso hay que tener paciencia.


Jinetear, en cambio, es montar un potro chúcaro para dar un espectáculo. Eso recién surgió en los primeros años del siglo XX. Antes sólo se solía hacer en las grandes yerras de las estancias ganaderas para diversión de los propios paisanos. El primer espectáculo del que hay registro es de 1908 y fue patrocinado por un estanciero de apellido Wagner y según la crónica de la Revista Caras y Caretas, “fueron escogidos once domadores hábiles, y reservada una tropilla de 80 potros”. El evento en realidad fue un poco inspirado en el famoso circo de Búfalo Bill de Estados Unidos, y al que casualmente un estanciero de apellido Casey unos años antes, había enviado nueve jinetes argentinos.


De ese espectáculo donde se cruzan la habilidad del jinete con la bravura del animal, o mejor, la habilidad del animal con la bravura del jinete,  Orfel se volvió un profesional.


—Había una jineteada en Recalde, partido de Olavarría, fuimos con mi padre. Como yo montaba potrillo, cualquier cosa, y jineteaba “algo” me fui a anotar. No me quisieron anotar porque  tenía 13 años. Después fue mi padre y dijo:”Bueno anotelón, pueda ser que le pegue un susto, un golpe, así se deja de embromar éste”. Me tocó un potro medio zaino. Corcoveando me sacó un estribo, así que ahí, guarda la tosca, se me puso el viento de la puerta. 

—¿Te tiró?

—No, no. Decí que el caballo agarró entre los palos y para el lado de la gente. 

—¿Te gusto?

—Laaah ¿qué te parece? Uno a veces se retrotrae en el tiempo y piensa en ese tipo de cosas, el peligro era un placer. Yo creo que eso ha favorecido para que uno siguiera en este tipo de cosas.

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Cuando tenía 17 años, llegó una invitación desde la ciudad de Berisso. Era el cumpleaños de 15 de la hija de una familia amiga. Sus padres no podían viajar y fue él, solo. No dudó en hacer el viaje, porque según había escuchado en boca de Miguel Franco el conductor del programa de radio Un alto en la huella, ese mismo fin de semana había una jineteada importante en el centro tradicionalista La montonera de Ensenada, cerca de Berisso. En un bolso guardó la ropa para la fiesta y en otro metió las pilchas para la jineteada. Allá lo estaban esperando. 


—Llego, me instalo, lo converso a Pedro -el padre de la cumpleañera- sobre la jineteada pero él no “manyaba la papa” con el folclore y todas esas cosas. 


Al día siguiente de la fiesta, entreverado con los paisanos en el campo de jineteada pasa desapercibido. Esa misma mañana sube en la categoría crina Limpia o en pelo que consiste montar al animal sin ningún tipo de elemento, con excepción de una lonja de cuero que se coloca rodeando el pescuezo. El caballo que le tocó no lo bajó pero tampoco fue muy vistoso. A la tarde en cambio la suerte fue otra, y clasificó entre los tres finalistas. El sorteo lo ubica tercero en el orden de la jineteada; Orfel ve montar a los dos rivales y se siente con ventaja. Cuando le asignan caballo y se está preparando, se acerca un jinete experimentado, uno de los mejores que él ha visto, Rodolfo Barrios de Chascomús, y le dice: “Che, gaucho, ¿vos los conocés a este caballo?”. El joven Orfel niega con la cabeza, y el jinete arremete: “Mirá que es el famoso padrillo de las vizcacheras de Alcuaz, este caballo lo andan montando en premios especiales o en las finales; es loquísimo y muy ligero”. Orfel lo mira y toma nota mentalmente, el paisano insiste, “¡Mira que este no para más eh! No sea cosa que te lleve bien y te vas a largar a espueliarlo , porque ¡te va a dejar eh…es muy ligero!”, repite el hombre exagerando el tono. Lejos de buscar amedrentarlo, las palabras del jinete eran más bien un manual de instrucciones, una pista de cómo enfrentar la furia salvaje del famoso potro. La monta esta vez es en grupa o gurupa surera, una especie de triángulo de cuero de oveja cocido y relleno, además de las riendas.


—Criollo era, zaino colorau medio overo. Crinudo y coludo, y bien papiau -bien alimentado- y lo tapaban, todo.


Orfel se hamaca suavemente en el lomo del caballo, se afirma con movimientos que buscan copiar la forma del animal, amoldarse al cuerpo para tratar de ser uno mismo, volverse un centauro que dé terror al público y pasmo a los jurados. Ahora aprieta los dientes y las piernas, las riendas en una mano, el rebenque en la otra que cruza por delante del pecho para salir castigando. El overo resopla y espera juntando fuerza para desprenderse esa molestia del lomo. Le dan salida y el muchachito lo engancha con alma y vida apretando las piernas, se quiere asegurar la salida, tiene que aguantar doce segundos arriba de ese infierno desbocado, el potro corcovea loco, es imprevisible como un barrilete sin cola. Van seis segundos y la cola larga y rojiza de la bestia castiga en el pecho de Orfel y lo envuelve en llamaradas. 

Unas horas más tarde, con la cabeza apoyada en el tapizado suave del asiento del micro que lo lleva de vuelta a su casa, ese joven que llaman el negro Orfel Mailharro, mira el bolso con la ropa de la fiesta, mira el otro con las pilchas sudadas de la jineteda y mira el ovillo de billetes que le pagaron por traerse el primer premio. Y mentalmente repasa, y se pregunta si será verdad la invitación, que ese hombre vestido a lo Alfredo Alcón en Nazareno cruz y el lobo le hizo, para ir a brindar espectáculos jineteando junto a una selección de profesionales en Montevideo, Uruguay. Y yo ni siquiera tengo el documento de mayor de edad, piensa.

Para ese entonces ya se había buscado la vida fuera del campo de sus padres. De resero por ejemplo, llevando ganado en pie por los caminos rurales, durmiendo a campo sobre el recado, aguantando lluvias, fríos y calores.

En esa gira por Uruguay conoció infinidad de jinetes y payadores que después seguiría viendo a lo largo de su vida. Después vino lo de asentarse en alguna estancia grande y seguir domando, entablar tropillas, participar en desfiles y exhibiciones en la sociedad Rural de Palermo. Empilchar bien, sumar campeonatos de jineteadas. Y de nuevo las giras. Recorrió con una selección de jinetes argentinos y uruguayos buena parte de la Patagonia. Sábados y domingos eran parte de festivales que los tenían como protagonistas subiendo tanto potros reservados como novillos. Ahí compartió escenarios con artistas como Carlos di Fulvio, Norma Viola y el Chúcaro. Y según sospecha, con fundamentos, una de esas fiestas  allá por los años 60 fue la primera que se transmitió por radio.

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Sentado a la mesa ceba un mate con una pava de aluminio que hizo remendar ese mismo día y luce lustrosa. El mate galleta va y viene; en la mesa hay además un candelabro de bronce y un cenicero hecho con una vieja torniqueta de alambrado. La casa es pequeña y luce como se supone que luce la casa de un hombre que vive solo. En un mueble a la derecha guarda un facón y una rastra, algunas fotos jineteando, una taba, un mazo de cartas. En el cenicero que estaba limpio ya se acumulan siete puchos abollados. Ahora saca otro, el encendedor de plástico transparente, que se ve minúsculo apretado en su mano, enciende al segundo intento. Pita profundo y la brasa trepa por el tabaco, traga el humo invisible y lo sopla azul hasta hacerlo desaparecer. Carraspea y cuenta esta anécdota:

—En el año 1972 cuando se inauguró la Sociedad Rural de Tapalqué vino el presidente Lanusse. Yo llevé una tropilla de tobianos negros. La yegua negra y los caballos tobianos negros; y de lunar un tobiano alazán, siempre tobiano pero alazán, de otro pelaje— aclara, hace una pausa para toser y sigue— Montamos seis pa’ hacer esa exhibición. Se montaba en pelo y salíamos de las gateras. Yo después que monté la yegua, la agarré de las orejas, la luché de las orejas, la lleve pa’ enfrente del palco y me paré arriba, me saqué el sombrero y lo saludé al presidente. 


Y esta otra:

—Otra vez fuimos a una jineteada a Artigas, Uruguay y del otro lau del río está Quaraí, pueblo brasilero. Usan unos cuchillos así —hace un gesto de treinta centímetros con las manos—  y el revólver acá ¡todos! —se toca el pecho cerca de la axila—  y fui a montar un caballo de premio especial, y lo anduve.  ¡No era terrible macaco, pero era bueno el pingo!


Después vino la consagración en Jesús María en 1974. Un poco por casualidad, porque fue representando a la provincia de Neuquén. Por problemas en su equipo tuvieron que buscar un suplente. Cuando ya andaba desesperado se encontró con un jinete al que llamaban la bruja Fredes; el sobrenombre se lo había puesto el propio Orfel porque el hombre era bajito, delgado, tenía pelo lacio hasta los hombros y le faltaba un diente. Se sumó al equipo pero intercambiaron monta, ahora la bruja subiría en pelo y Orfel en grupa surera. Fueron diez noches de furia, que en total suman poco más de un minuto sobre los baguales; y en la última “El centinela”, un pingo de los pagos de San Antonio de Areco, encabritado, en el centro del campo de doma toca el cielo con las manos, y avanza arando la tierra con las patas, vuelve al suelo y se levanta súbitamente para sacarse de encima esa fiera, ese diablo que se le prendió en el espinazo como un perro rabioso, y que se florea, maula y consciente de su maña, de su astucia de jinete bravío capaz montar al viento pampero. Y que ahora no tiene dudas de que cuando vuelva a tocar el suelo será entre apadrinadores y aplausos ya siendo parte de la historia grande del Festival.

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Después llegaron las hazañas haciendo buenos negocios, levantando estancias imponentes que estaban casi fundidas, ganándose un prestigio ya no sólo de buen jinete o entablador de tropillas.

Ahora de él dicen que es una eminencia, una leyenda entre los jinetes, y que sabe como nadie del campo y sus secretos. Que es nochero y que cuando se empilcha bien no hay quién emparde esa pinta. Sus días de jubilado se reparten entre atender unos campos cerca del pueblo, disfrutar de su hijo y su nieto, y seguir difundiendo la cultura gaucha. El folklore criollo. Supo hacerlo en su propio programa de televisión que duró varias temporadas y lo hace ahora en el programa del que es parte y  del que le preocupa hasta la cortina musical. 

Orfel Mailharro grabó su nombre en el bronce de la cultura y la tradición gaucha, que más que resistir, goza de lo mejor de la vida; para comprobarlo solo basta con ir cualquier domingo a una fiesta criolla en el interior de la provincia.


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