TOMATITO Y EL MULA: HISTORIAS DE TIERRA ADENTRO
Crónica publicada originalmente en el libro “De sol a sol, crónicas sobre la identidad” -Ed. Bonaerenses- tras obtener una mención en el concurso “Ser Bonaerense. Miradas sobre nuestra identidad” realizado en el año 2022 por el instituto Cultural de la pcia de Bs.AS.
El jurado estuvo conformado por Cristian Alarcón, Sonia Budassi y Ulises Cremonte.
El
pueblo
Tapalqué
es un pueblo de diez mil habitantes ubicado al centro dela provincia de Buenos
Aires. Su origen se remonta a la línea de fortines de la frontera sur durante
la gobernación de Juan Manuel de Rosas.
Aquel
fortín original y los primeros ranchos estaban ubicados en realidad a 16
kilómetros al sur del pueblo actual. Ciento cincuenta y cinco años más tarde,
supera por poco las veinte cuadras de largo por siete de ancho. Son casas bajas
que hacia las afueras se intercalan con terrenos baldíos y barrios construidos
por el Estado, y hacia el centro, en cambio, con las llamadas “casas chorizo”
de estilo italiano, sobre todo cuando nos acercamos a la plaza principal. Allí
también, cumpliendo con la típica traza española, clavaron la iglesia y la
municipalidad.
En esas
calles, de las que nadie necesita aprenderse el nombre, se despliega lo típico
de todo pueblo: la gente se saluda más no sea cabeceando, deja sueltas las
bicicletas, pisa las veredas solo de las avenidas y por supuesto da la famosa
”vuelta al perro”. Ese ir y venir en auto por la avenida principal, volviendo a
mirar un pueblo en apariencia dormido es, en realidad, un dispositivo para la
conversación.
Otras veces al tema lo brinda la sirena de los bomberos voluntarios que aúlla tanto en las tragedias como en los festejos. Y por supuesto está el clima, la puerta de entrada a cualquier charla, con frases cotidianas como: “ta’ fresco”, “a la mañana no soplaba tanto”, ”jodió nomás al final, cuatro gotas cayeron”, y las mejores: “está el viento de afuera, va a caer una helada bárbara esta noche”; ”se recostó la tormenta”. Esas son las cosas de pueblo chico. Las de infierno grande son las mismas que en todos lados, aunque acá portan nombre y apellido. Solo faltaría mencionar que hay dos clubes deportivos para espabilar cada tanto con un clásico de fútbol, un club social venido a menos, las sociedades de inmigrantes (italiana y española), y un puñado de iglesias evangélicas en plena reproducción; todo eso a la vera de un arroyo y rodeado por campos dedicados mayoritariamente a la explotación ganadera. El silencio espeso se agujerea de vez en cuando por ladridos de perros, alguna motito que avispea sin silenciador en el escape, las bocinas de caravanas políticas o de gente que celebra casamientos, los graznidos delos cuervillos de cañada que vuelan en bandadas en busca de lagunas, algún gallo que canta a destiempo, el bramido de un reguetón desde un auto tuneado; y cuando es fecha de apartar los terneros o si se avecina una feria de ganado, desde el fondo sereno de la noche, como desde un recuerdo, se oyen los mugidos opacos de las vacas.
*
Todos
los 7 de noviembre Tapalqué celebra el aniversario de su fundación en 1863 con
un acto protocolar, un desfile institucional, otro criollo tradicional y por
supuesto un festival de danza y música; y en esos rituales puede verse una
síntesis, una idea condensada del pueblo.
La
fiesta del día del pueblo tiene dos caras, o mejor, tiene una fiesta adentro de
la otra. La cara visible es el festival de danza y música del escenario
principal. Ese desfile de artistas es presentado por un hombre que conduce
micrófono en mano y que es capaz hasta de arengar al público del Titanic, con
el agua al cuello, para que le pidan “otra” a la banda. Se llama Luis Brighenti,
aunque ese nombre lo usa solo para rellenar planillas, acá se lo conoce por
“Tomatito”, el payaso que hace ocho años el destino, empujado por el amor,
trajo a Tapalqué. Hasta entonces no sabía lo que era ser de “un lugar”, era de
todos y de ninguno.Nació en el circo más popular y querido del que tengamos
memoria, Papelito, y conduce la mayoría de los eventos y shows organizados
porla municipalidad de Tapalqué.
El lado
B, que suelen llamar “Fiesta del Cantón Tapalqué”, es un evento gastronómico a
total beneficio de varias escuelas rurales. Allí se cocinan para la venta
corderos, lechones, costillares, a veces pollos. El número de animales puede
superar ampliamente los treinta, pero el plato principal es una vaca asada
entera con cuero y todo. Aunque más que de cocina se trata de una obra de
ingeniería, de un oficio, una baquía e incluso del amor y la pasión. Semejante
puesta requiere de la colaboración de maestras y maestros, familias, amigos,
puesteros, peones, exalumnos, que todos los años se vuelven a ver las caras
durante doce largas horas. Pero hay un hombre, me dicen, que maneja los fuegos
a su antojo y es capaz de asar todo tipo de cortes y cantidades, desde una vaca
entera hasta un pollo, y servirlos en el momento exacto, ni antes ni más tarde.
Se llama Néstor Grasso, “El Mula”, vive en Crotto, una localidad rural del
partido de Tapalqué, y es quien comanda desde el primer día esta épica
gauchesca.
Me
pregunto quiénes son Tomatito y el Mula, qué hay detrás de esos apodos en los
que se sospechan historias diferentes. Cómo llegaron a ser parte de una misma
fiesta en la que no cruzan palabra ni mirada. Cara y cruz de un evento que año
a año se repite casi sin modificaciones, como un ritual. Me pregunto qué me
atrae de esos dos personajes; sospecho que su pasión, sospecho que su entrega,
y también sospecho que en esos hombres comunes aún sobreviven ciertas prácticas
en vías de extinción y que son parte de lo que hemos sido, y tal vez, solo tal
vez, sigamos siendo en estas tierras chatas de adentro.
Voy a
invertir el orden y a empezar por el detrás del telón, por aquel que hace la
fiesta silenciosa, voy a Crotto en busca de “El Mula”.
Crotto
Marcelo,
profe de música en una escuela rural, hace sonar la bocina en la puerta de mi
casa. Han pasado quince minutos de las siete de la mañana y, aunque octubre se
está yendo, el día encapotado de neblina obliga a descolgar las camperas de los
placares. A donde voy no hay mejor transporte que el auto de un docente; viajan
a diario rotando los vehículos y compartiendo gastos, si hay lugar, uno puede
aprovecharlo.
La
Avenida 9 de Julio se estira hasta la estación de trenes, ahí doblamos hacia la
izquierda tomando un camino rural, cruzamos las vías, ahora las tenemos a
nuestra izquierda y así será durante todo el viaje. Las únicas curvas del
camino están en cada estación: Tapalqué, Altona, Crotto. Por lo demás el camino
es recto, perfecto, nada hubo que esquivar cuando se hizo: ni elevaciones, ni
arroyos, ni montes, ni lagunas, nada. Es un tajo a la intemperie sobre el lomo
verde de la inmensidad.
La
espesura de la neblina —por momentos llovizna— no alcanza a ocultar las
constantes siluetas de ganado que se transparentan hacia el horizonte en todas
direcciones. A la izquierda, el terraplén de la vía rompe míseramente con la
simetría del paisaje, sumamos kilómetros y el escenario es el mismo, nada por
aquí, vacas por allá.
Camino,
vías, tendido eléctrico con sus postes, alambrados, y la omnipresencia del
horizonte, la línea recta parece ser una obsesión. La llanura es un paisaje
tendido boca arriba que más que de la mirada requiere del tacto para conocerlo
y disfrutarlo. Hay que pisarlo, caminarlo metro a metro y recién ahí esa obviedad
abstracta se vuelve todo sutileza.
Después
de 30 kilómetros, por fin, una línea de pinos jóvenes a ambos lados del camino,
las curvas y detrás, Crotto.
Lo
primero que se ve es el típico cartel con letras blancas en cemento que forman
el nombre propio, y lo segundo, otro cartel en madera: “En este lugar no mate
más que el tiempo, no saque más que fotos, no deje más que huellas”.
El
lugar tiene sus curiosidades y hubo cosas que me llamaron la atención: la
garita para el que hace dedo, las diagonales hacia la plaza principal, los
nombres de las calles, que incluyen hombres y mujeres comunes, un almacenero,
una enfermera, un delegado, las rosas en la mayoría de los jardines, y los
troncos de los árboles pintados de blanco, práctica que creía extinta.
Son las
ocho de la mañana y la neblina da un aspecto fantasmal, metafísico al pueblo.
Cruzo pocos perros, algunos gallos. Todo está al alcance de la mano, es de un
orden y limpieza detallada —sospechosa— y se nombra en singular: la fonda, la
carnicería, el almacén y “El Mula”, Néstor Grasso, quien desde su patio acaba
de oír mis palmas en la vereda y se acerca sereno, a pasos enormes, zancadas
que se comen la distancia que nos separa.
El hombre
Néstor
tiene 66 años. Nació en Crotto y allí vive, aunque trabajó toda su vida en
estancias de alrededores.
—Siempre
he’stao en el campo, trabajé veinticinco años en la estancia Las Achiras,
también he andao en otras colocaciones... Siempre he’stao en el campo.
Está
jubilado, pero tiene a cargo la planta de agua potable de Crotto. Vive con
Olga, su compañera, y juntos tienen la carnicería del pueblo; sus tres hijas
viven en Tapalqué. Llega cómodo al metro noventa y no tan cómodo supera los
cien kilos. El bigote le cubre casi la totalidad de la boca, las cejas tupidas
enmarcan unos ojos pequeños de mirada plácida, afable. Todavía está un poco
fresco, pero Néstor viste camisa celeste mangas cortas, pantalón de jean
pinzado, alpargatas, boina y un corbatín negro.
—En los
asaos siempre he andao metido, en los asaos más grandes. Desde ya, no solo yo,
me han ayudao. El trabajo es grande, preparar una vaca no es pa’ cualquiera. Yo
hago todo el proceso con el Pampa Bianchi —dice, llevando la charla directo al
grano.
Cuando
habla parece apretar las palabras, frenarlas sobre la última sílaba,
achatarlas, alternando frases cortas, rápidas y certeras con pausas breves. Esa
es la cadencia del habla campera, la métrica gauchesca por excelencia.
*
Todo lo
que sabe lo aprendió mirando y haciendo, arriesgando, en asados que son
desafíos que le gusta afrontar. Prefiere usar manteras y asadores, ha realizado
verdaderos banquetes para 600 o 700 personas, en alguna ocasión asó hasta tres
vacas con cuero simultáneamente y ha llevado a cabo performances maratónicas de
hasta dos días de asado. En el año 2009 ganó junto a Edgardo Bianchi, su cuñado
y compañero de aventuras, el primer premio en un mentado concurso de Olavarría,
“Un aplauso para el asador”, y enmarcado en su casa exhibe como un pergamino
los versos que le dedicó el reconocido payador Carlos Marchesini.
—Es la
parte más brava hacer el asao, porque te cagás de calor, andás sucio adelante
de la gente... —dice y hace un paréntesis en su relato para preguntar: —¿Vamos
a tomar mate?
Parado
en la cocina frente a la mesada parece todavía más alto, y las manos
acostumbradas a una vida de trabajo bruto preparan el mate, ponen un individual
de cuerina negra sobre la mesa, encima una bandeja de acero inoxidable, un
posapava y recién después la pava floreada de bazar moderno y un mate de madera
negro.
—En una
fiesta, viste, nadie quiere andar sucio adelante de la gente. Yo soy medio...
En eso no me importa. Si hay una fiesta capaz que no me siento en las mesas,
estoy más vale apartao, no me gusta, soy medio arisco pa’ la sociedad. Yo no he
tenido mucho estudio, he ido hasta tercer grado nomás. Vos me das una
computadora y la miro —dice todavía parado, esperando que el agua alcance la
temperatura ideal.
Néstor
pasó su infancia en Crotto, a los nueve años abandonó la escuela después de
muchas veces de desviar el camino hacia la fonda y volverse un experto en el
tiragol. A las cuatro de la tarde esperaba a sus hermanas que volvían y se
sumaba al regreso a casa. El engaño no iba a durar mucho, así que el próximo
atajo lo llevó directo a la vida del trabajo, del trabajo bruto, del trabajo de
poner el tiempo y el cuerpo, sobre todo el cuerpo.
—Cuando
me casé ya me fui para el campo. Nunca me gustó la ciudad. Ahora estoy obligao,
o sea obligao... Viejo y ya no puedo hacer. Pero si me das a elegir, me quedo
con el campo. Acá estoy bien, con todas las comodidades, pero siempre te tira
el campo.
Grasso
vive en un pueblo que suma, contando la zona rural, 300 personas, el
equivalente a un edificio en una ciudad o a una sala de cine. Su jardín es una
manzana completa y hacia donde mire ve algo de horizonte y hacia donde se huela
se huele campo. Pero eso no es el campo. El campo es la nada, es uno y el
viento, es un silencio bruto, es la familia corta, es la rutina de recorrer, de
ocuparse de los animales, deabrirle el molino a la pasada a los zapallos, es
oficiar de veterinario haciendo cesáreas o tactos, es levantar un alambre,
empatillar algún palo o esquinero, es pialar, es levantar alguna mula a la
vuelta, es la yerra, la esquila, hacer leña, es tener gallinas o algún otro
animal si el patrón lo permite, es leer el cielo esperando la lluvia o putearlo
pidiendo que pare, es silbar para estar menos solo, es entenderse con los
perros, es ser uno con el caballo y es un domingo cada tanto, quizá, ir a un
pueblo de 250 habitantes a pasar el día.
*
En las
pausas o silencios de la conversación pronuncia frases como: “¿qué va hacer?”,
“así es la cosa”, o “qué se yo”.
—Yo
estoy hablando con vos de carambola —dice y lo que sigue es un relato épico de
un accidente, mientras hacía leña, del que se salvó de milagro. Dice que cuando
la planta cayó, los dos metros que él saltó hacia atrás no fueron suficientes
para evitar ser aplastado. Dice que de cien se salva uno y que él fue ese uno,
y dice que de rabia, así como estaba, machucado, con los dientes rotos y
chorreando sangre, levantó la motosierra y cortó dos o tres rolos más.
—El
barba no me quiere llevar pa’rriba —dice riéndose.
Néstor
me cuenta dudando que la madre de su padre vino de Turquía y que la condición
de “camperos” en cambio se la deben a la familia de su madre.
—Mi
viejo era peluquero, el único peluquero que hubo en Crotto y nos crio teniendo
una peluquería. Pero en ese tiempo no era como ahora que la mayoría tiene auto
y se van a Tapalqué, antes la gente andaba en sulqui, a caballo y venían a la
fonda, venían a cortarse el pelo y después se volvían al campo. No había tanta
comodidad, no había un montón de cosas.
Néstor
disfruta la comodidad, pero añora ese pasado. No por pura nostalgia, sino por
la vida social que se perdió. Carreras de sortijas, jineteadas, grandes yerras
con pialadas, fiestas en las escuelitas de campo, los clubes de campaña, el
tren, los domingos repletos en la fonda, etc.
*
—Este
año se va a hacer en el balneario, antes la hacían en la avenida, armábamos
todo el circo ahí —se refiere a los festejos del día del pueblo—. Todo eso es
lindo, pero gente joven que tendría que haber no hay, estamos los viejos nomás,
nos miramos y siempre somos los mismos. Y viste, qué sé yo, uno ya no tiene la
fuerza de antes.
Néstor
es custodio de un saber pretérito, en él y en hombres como él resiste y vibra
una cultura de tierra adentro, una voz propia y ancestral que hace lo posible,
sin grandes aspavientos, por trasmitirse a las nuevas generaciones.
Antes
de despedirnos caminamos por el parque y me cuenta de estancias grandes de la
zona como si hablara de su barrio. Desde su casa se ve prácticamente todo el
pueblo.
—De acá
vigilo todo, estoy parao como chajá en el nido, miro pa’ todos lau.
Luis
Brighenti
Es
sábado por la tarde, hace unos minutos dejó de llover en Tapalqué, pero el
cielo de plomo ya se está arrepintiendo de esa tregua. Esquivo un charco en la
vereda y me acerco a la puerta de la casa, ladra un perro, tal vez dos. No alcanzo
a llamar y sale Luis, saluda afectuosamente.
—Escuché
el timbre, por eso abrí —dice y se ríe señalando con el mentón en dirección a
la jauría que sigue oculta.
Antes
de entrar a la casa hay que cruzar por una veredita donde hay estacionado un
carro de pochoclos y algodón de azúcar. Estuvo allí toda la noche y la lluvia
rauda se le metió adentro. Ahora flotan lánguidos los pochoclos de ayer,
algunos sueltos, otros formando pequeñas islas o extrañas protuberancias
nacaradas.
—Pasá,
estoy solo, Roxana y las nenas viajaron a una competencia de danza artística.
La casa
es sencilla y alquilada, la puerta nos deja directamente en el living comedor
de una familia de trabajadores. Luis ya tiene listo el mate. Se sienta en la
cabecera de la mesa y baja el volumen del televisor para charlar.
Cuenta
que a Tapalqué llegaron sin trabajo, sin nada, con una mano atrás y otra
adelante. Dice que llegaron como llegaron y que en el camino les pasó de todo,
tanto que para hacer los 170 kilómetros que los separaban de nuestra ciudad
tardaron doce horas por caminos rurales.
La
escena que relata es más o menos la siguiente. Son las once de la mañana y un
auto brama, remolcando una casilla enorme como un animal prehistórico dormido.
Son las once de la mañana del 26 de noviembre y un Ford Falcon rural rojo
remonta un camino de tierra arrastrando una casilla azul eléctrico. Son las
once de la mañana del 26 de noviembre de 2010 y la planicie mustia de la pampa
arde bajo el fulgor de los colores de esa formación de otro mundo fantástico,
mágico. Esa especie de animal metálico se separó de la manada y ahora atraviesa
la pampa bonaerense con la certeza de que será su última vez y con la
convicción de que es la única forma de sobrevivir.
Ahora
el carromato se inclina levemente sobre un costado, se arrastra, rebuzna,
resopla, carraspea y se detiene con la quietud de un fósil.
Luis
Brighenti tiene 33 años y un cuerpo atlético, baja del Falcon y ve sin sorpresa
que pinchó una rueda. Adentro esperan Roxana,su compañera desde hace cuatro
años, y sus dos nenas, Liz y Jose. Mientras cambia la rueda, tal vez piensa que
está cansado de tanto rodar, que quizá la decisión que tomó junto a su padre
“Papelito” y toda la familia de vender el circo no fue tan errada. Sabe que pinchar
una rueda o dos, quebrar el chasis o atravesar una tormenta de viento y agua
terrible nada tiene que ver con señales del destino para que se vuelvan. Han
sido moneda corriente cada vez que el circo se movía de un pueblo a otro.
Vuelve
al coche, tal vez sonríe, cruza la mirada con Roxana, tal vez hace un chiste y
piensa otra vez que Tapalqué puede ser una buena opción para empezar de cero.
Da arranque, baja el vidrio, enciende un cigarrillo y apoya el codo en la
ventanilla. Cuando mire para atrás será solo para ver a las nenas que duermen o
juegan en el asiento trasero.
A las
once de la noche, blancos de tierra, estacionan en la puerta de la casa de los
papás de Roxana. Después de unos días Luis pone en condiciones la casilla y,
como quien se desprende de una evidencia comprometedora arrojándola al fondo
del mar o de las llamas, la vende. Al tiempo, a las dos semanas, habla con un
amigo de Henderson y va a buscar un carro de pochoclos con el que empezará, los
fines de semana, a probar suerte.
*
En 1975
sus padres cosieron bolsas de arpillera y cortaron palos de acacia de un baldío
para armar algo parecido a una carpa que luego llenaron de ganas y llamaron
“Circo Papelito”. Desde entonces y hasta el año 2010 recorrieron los pueblos de
la provincia de Buenos Aires, parte de Santa Fe y La Pampa. No hay pueblo que
no conozca esta familia y la anécdota de que a la función debía asistirse con
una silla.
Fue un
circo popular, humilde, como lo define su creador y con la fuerte convicción de
que al espectáculo no debían darlo los animales. Nunca abandonó la tradición
del circo criollo. El “circo criollo” es el circo en dos actos, una primera
parte con números típicamente circenses y una segunda con una obra de teatro.
Esta es la principal diferencia con los circos del resto del mundo. Es en el
que Los hermanos Podestá allá por fines del siglo XIX fueron pioneros e
incluyeron obras como Juan Moreira, Martín Fierro o el Hormiga Negra.
Todos estos títulos fueron representados por más de cuarenta años en el Circo
Papelito en versión de comedia picaresca. Vivió su etapa dorada en los años 80
y parte de los 90 con llenos totales y, en los pueblitos de provincia donde
suele pasar poco o nada, el tiempo —cíclico— podía medirse en “Años Papelito”.
Eran
una manada nutrida a pasión y amor. Se sentían seguros juntos, se necesitaban,
eran un solo organismo compacto que parecía poder hacer frente a todo.
Entrado
el nuevo siglo, todo cambió. Los vehículos cada vez más viejos y fuera de la
ley obligaban a moverse por caminos rurales, como bandidos; viajes de cincuenta
kilómetros se volvían odiseas de siete u ocho horas, y eso que antes alcanzaba
para sobrevivir e ir tirando dejó de alcanzar.
Se
sabían ya en vías de extinción cuando hicieron la última parada en Norberto de
la Riestra, el pueblo que vio nacer a Carlos “Papelito” Brighenti. Hicieron sus
funciones normalmente, no hubo un brillo particular, no hubo anuncios
grandilocuentes, no hubo homenajes, ni placas, ni discursos. Pasó una semana y
nada más. Pasó una semana y hubo una decisión tomada. Pasó una semana y fue la
última.
Padre,
hijos, hijas y hermanos; nueras y yernos; cuñados, sobrinos y nietos; abuelo,
primos y amigos se dividirán, se esparcirán, se multiplicarán para replicarse
ya no en uno, sino en dos, tres, cuatro… muchos “Papelito”. El exoesqueleto de
lona enorme que los protegía ya no lo hace más, quedarán a la intemperie y cada
uno hará con su experiencia lo mejor que pueda.
El
origen
—Nací
en el circo. La primera vez que vine acá tenía meses, en el año 79. Ahí atrás
de la Escuela 28 —me cuenta señalando la puerta de calle. Cada baldío que
menciona, así como el circo, ya no existe.
Afuera
vuelve a llover, adentro la voz de Luis vibra metálica, áspera, cavernosa,
urdida con años de exigencia.
—Nosotros
de chiquitos no nos perdíamos una función, con cuatro o cinco años nos
sentábamos en unos cajoncitos, viste que está la pista y unos cajoncitos que te
marcan. Y estábamos sentados ahí, es más, nos iban a buscar porque nos
dormíamos ahí. Mi vieja capaz a mitad de función iba, nos levantaba y nos
llevaba a dormir, éramos cuatro o cincoque teníamos esa edad. Nosotros
queríamos estar ahí, porque nuestros padres estaban todos trabajando.
Tiene
el cabello bien corto y una barba de tres días que le ensombrece el rostro. En
su piel trigueña aún reverberan los soles de todos los pueblos. Las pestañas son
enormes y enmarcan una mirada pícara, viva, y también a veces recta e intensa.
Se pone
de pie para alcanzar el paquete de cigarrillos que está en un mueble a su
izquierda donde hay además una imagen grande de la virgen, fotos de sus hijas y
un juego de té sobre una bandeja. Enciende un cigarrillo y apoya el encendedor
sobre el paquete. Fuma apurado y por momentos cierra los ojos por el humo y los
recuerdos.
En la
primera escena de la obra de teatro Mate cocido se ve a una mujer con un
cochecito en el que un bebé llora. Luis y todos sus hermanos e incluso su hija
mayor fueron ese bebé. Una especie de bautismo circense o pura practicidad. En
realidad, las dos cosas.
Un día
dejó de estar mirando y pasó del otro lado, a la pista, tenía cinco años. Luis
recuerda emocionado el momento y aunque no hay precisiones podemos presumir que
fue Marta, su mamá, quien lo maquilló exagerando una sonrisa blanca, le puso un
trajecito, la nariz y le acomodó los rulos pensando que para él quería un
nombre artístico diferente. Y tal vez Marta y Carlos, al ver a ese payasito
nuevo, sonrieron y el nombre apareció.
—Mi
viejo es Papelito, mi hermano mayor es Papelitito, el hijo de él es
Papelincito, eh…eh…—duda y piensa antes de seguir—. Sí, Papelincito, mi otro
hermano es Papelín, van todos con diminutivos y yo no, me pusieron Tomate y
quedé ahí. Yo era gordito, ruliento, así que capaz me vieron como un tomate
pintado y ahí quedó. Nunca me lo cambié. Toda la vida con lo mismo.
A los
seis años empezó a practicar trapecio, a los diez, malabares. Ninguno tenía su
tarea designada de antemano, iban probando, jugando, querían hacer todo porque
un hermano lo hacía, un tío lo hacía, papá lo hacía, mamá lo hacía. Su mamá era
contorsionista y su papá era todólogo.
Había
días, muy pocos, que Luis y sus hermanos no tenían ganas de practicar algún
movimiento en el trapecio y su padre, abajo, con mirada intimidante, se sacaba
el cinto y la pirueta salía, siempre salía.
El
payaso
Luis
lleva ocho años en Tapalqué y es el mayor tiempo que ha pasado en un mismo
lugar en toda su vida. Antes, en la vida nómade, dos meses en un pueblo era
tiempo suficiente para hacer amigos, compañeros de escuela o novias, que
esperaban al año siguiente el regreso.
—Llegabas
a los terrenos y ya empezaban a pasar los amigos. Eso estaba muy bueno.
En el
año 2006 visitaron por última vez Tapalqué con el circo y fue la vez que se
conocieron con Roxana Gutiérrez, su actual compañera y mamá de sus tres hijas:
Liz, Josefina y Justina. Empezaron a “salir” mientras el circo estuvo en la
ciudad. Cuando siguió la gira y solo quedó el pasto pálido, pisoteado y agónico
en el sitio que había sido cobijo de su amor, Roxana supo que no iba a quedarse
quieta y fue a visitar a Luis a todos los pueblos, que no eran el mismo, pero
sí iguales. Así fue por un año hasta que decidieron vivir juntos y que Roxana
se sume a la manada del circo, incluso actuando en las obras o con los payasos.
Cuando
hubo que buscar una salida las opciones eran seguir en otro circo o venir a
Tapalqué, cambiar de vida, quedarse quietos, echar raíces, jugársela, saltar
sin red.
*
Desde
una ventana con cortinas naranjas entra teñida la luz blanda de la tarde,
empapándolo todo. Luis sigue un relato más o menos cronológico de su vida, cada
tanto, cuando se acuerda, me acerca un mate dulce, tibio. Las manos son
robustas, fuertes, forjadas a trapecio. Enciende otro cigarrillo, habla y
mientras apoya los codos en la mesa hace coincidir la punta de los diez dedos
sin unir las palmas, como un gesto religioso incompleto o una pequeña jaula o
carpa.
En el
circo hacían piruetas adentro y afuera de la pista para sobrevivir, así que
cuando llegaron a Tapalqué no le sacaba el cuerpo a nada. El que había sido
payaso, trapecista, mago, galán, equilibrista, ahora era peón de albañil,
tractorista, electricista.
El que
había sido Tomatito ahora era Luis a secas. Así fue por un año o más, hasta que
trabajando de peón de albañil con Héctor Donati, este le pidió que hiciera un
show de payaso para el cumpleaños de su hija. Entonces Luis fue hasta donde
guardaba el traje de su otro yo y se cambió; vio nuevas marcas en su rostro
mientras se pintaba; vio todos los pueblos que había pisado y uno que pisaría
por siempre; vio una mirada luminosa que lo hechizó en Tapalqué; vio a sus
hermanos y sobrinos en nuevos circos; se vio a las nueve de la noche con
amenaza de tormenta en un camino rural con medio cuerpo tragado por el capó de
un Falcon rojo; vio los ojos de sus dos hijas y de una tercera que vendría; se
vio en un mar de gente con un micrófono en la mano hablando sobre el
aniversario del pueblo o sobre la torta negra de Tapalqué; se vio insistiendo
en la pirueta que no salía; vio gente caminando en calles oscuras acarreando
sillas; vio a su madre llevándolo en brazos dormido antes de que acabara la
función y se vio con cinco años oyendo por primera vez su otro nombre; vio las
manos de su madre acariciándolo; vio la sonrisa de su padre y oyó su voz
aterciopelada y supo que el circo vivía en él, que él era el circo y que así
sería siempre.
—Ahí se
empezó a correr la bolilla, hice otro show más, hice otro y así… Después era
viernes, sábado, domingo, capaz que tres shows por sábado, de payaso.
Más
tarde lo contrataron para un evento municipal, después para otro y nunca se
detuvo. A la pregunta casi retórica por si se arrepintió en algún momento,
responde veloz con la seguridad del que siempre mira hacia adelante.
—No,
no, porque me sentí y me siento tan bien, acá está todo bien.
No me
dan ganas de decir “me vuelvo al circo”. Tiene que pasar una catástrofe para
decir vuelvo al circo. Es así, ya ahora, vos fijate, tenés todo armado, sos
alguien, sos algo, te conoce todo el mundo, ya es diferente. Ya está. Ya está
—dice y expresa a alguien que se ha afianzado a un lugar de pertenencia.
La
fiesta
Son las
ocho de la mañana del domingo 9 de diciembre del 2018; pasó un mes desde que se
suspendiera la fiesta por alerta meteorológico. El día, diáfano, es de una
nitidez irreal, abrumadora, el sol amable todo lo cobija. A esta hora el pueblo
tiene la quietud de un monasterio, el único sitio donde algo se mueve es el
Balneario Municipal. Allí hay armado un escenario para los números artísticos y
los artesanos descargan de autos, batanes y camionetas todo tipo de objetos
producidos por sus propias manos.
El
paisaje no es el mismo de siempre, ahora una estructura arquitectónica moderna,
imponente, se yergue sobre el Natatorio Municipal; hoy además se inaugura su
cerramiento y climatización.
Fuera
del balneario, sobre la Avenida Irigoyen —convertida en peatonal para la
ocasión— esperando la sombra que por la tarde darán los plátanos añosos del
parque, están estacionados los food truck. Por ahora solo los postes de
luz lamen con sus sombras el asfalto. Cruzando la misma avenida, a espaldas del
escenario, se acondicionó un terreno para la gran vaca con cuero. Un terraplén
de veinte metros de largo por seis de ancho y cincuenta centímetros de espesor
de tosca y greda apisonada está listo para recibir en el lomo el ardor del
infierno. Un camión descarga toneladas de leña y una pala mecánica arrastra un
arco de hierro de más de tres metros de alto por unos dos de ancho que llaman
chimango, que habitualmente se utiliza para levantar motores en el Corralón
Municipal y del que hoy penderán cientos de kilos de carne.
*
Sin
perder tiempo, todo se pone en marcha. Piden ayuda al maquinista para mover el
único ingrediente de la receta que yace en un carro guarecido bajo la sombra de
los eucaliptus. La pala mecánica comienza a levantar el peso muerto del animal,
sin vísceras ni cabeza. A dos metros de altura, sobre el negro terso del cuero,
la luz de la mañana serpentea en visos tornasolados. Cada movimiento pendular
es acompañado por una coreografía de seis hombres que sostienen con manos
piadosas pezuñas, garrones, cuartos y cola. Ni bien es descargada en la reja de
hierro que oficiará de mantera, Néstor apoya junto al espinazo —columna
vertebral— un cuchillo casero, sin punta, con un trapo envuelto a modo de cabo,
y lo martilla con una maza. ¡Pac! Desgarra la carne. ¡Pac! Corta huesos y
tendones. ¡Pac! Avanza abriéndolo todo. En cuestión de segundos, la vaca queda
abierta como una mariposa bestial, exhibiendo los costillares.
Los
cuchillos sedientos, antes cruzados a la altura de la cintura en la espalda,
ahora se hunden en la carne, el metal afilado hurga buscando coyunturas
—articulaciones—. Ningún hueso, salvo algunas costillas y los garrones para
poder atarla, debe quedar en su lugar. Sin estructura ósea, la carne termina
formando un plano que recuerda vagamente al animal solo porque conserva las
extremidades y la cola. Aunque estamos al aire libre, todo está sumergido en el
espesor denso del olor de la carne, mezclado con grasa, sangre, bosta, cuero y
el humo del fuego que algunos voluntarios ya encendieron.
Néstor
está de buen humor y sazona el hacer con refranes: “Despacito como quien
plancha”, dice para indicar la forma de trabajar o “Acá te quiero ver
escopeta…”, cuando aparece la dificultad.
A las
11:20 de la mañana, ayudados nuevamente por la pala mecánica, la vaca queda
colgada en la estructura de hierro. Vertical e imponente. Empapada en sal y
vino tinto que Néstor roció, recibe los primeros arrumacos ingrávidos del
fuego. 16:00 h. Con un despliegue de baquía soberbio, ensartan treinta animales
en asadores que son dispuestos en dos filas de quince, enfrentados, divididos
por un río de fuego. Si la vaca era digna de ver, ahora, secundada por un
cortejo de cruces matemáticamente ubicadas, es un espectáculo fastuoso.
*
17:30.
En el escenario armado al lado del natatorio, el festival ya empezó, el público
está instalado de frente al escenario, no muy cerca, como indica la costumbre
del pueblo. Tomatito, sin disfraz de payaso (jean y remera negra de la
Municipalidad de Tapalqué), no se despega el micrófono de la cara, el sol
todavía le achina los ojos mientras presenta a los artistas, agita al público
desde arriba del escenario o baja y camina entre reposeras y lonas, improvisa
entrevistas, hace chistes que remata con su carcajada, se mueve eléctrico, por
momentos grita, odia los tiempos muertos.
La
gente que todavía no se ubicó a ver el espectáculo recorre los puestos de
artesanos, los food trucks o intenta sacar a los hijos del agua del
arroyo; otros van a sacarse fotos con el asado. Shorts floreados o trajes de
baño, remeras de colores vivos, vestidos livianos como el aire, anteojos de sol
y bronceados de estreno contrastan con los asadores que visten botas,
alpargatas, camisas, bombachas de campo, sombreros, otros rastras y pañuelos al
cuello y lucen acumuladas en el rostro las horas que lleva la jornada.
El
viento remolinea trayendo la voz de Tomatito desde el escenario, que ahora
presenta un grupo de danza española. De este lado, en el reverso de la fiesta,
nadie la oye, tampoco Néstor que parece descansar sentado en una reposera a la
sombra. Mira sin mirar, abismado en sus pensamientos, de pronto se para y dice:
—Voy a buscar una chapa para tapar los lechones —lo hace y vuelve a decir: —
Voy a buscar otra chapita para taparle la espalda a este.
Está
tranquilo, aunque le cuesta quedarse quieto. Mantiene los fuegos, los mira, los
mima, estudia los detalles, trabaja con una pala de dos metros y medio que le
permite llegar al corazón febril de las llamas.
No
necesita pedir ayuda porque, al verlo trabajar, se acercan cuatro o cinco
hombres y él indica: “Métale brasa”, “Fíjese ese tronco”, “Arrime esto”, “Mueva
aquello”.
El cierre
El sol
miente su tramo final y ahora la luz del atardecer unge el último cordero de la
hilera, el resto ya fue comido por las sombras. En el aire flota irreprochable
el perfume de la carne asada y en la pampa no se conoce canto de sirena más
efectivo.
Es
momento de dar vuelta la vaca. Néstor, como quien iza una bandera, recoge la
cadena que sostiene el animal, un cortejo de hombres lo rodea y todos parecen
contemplar una pieza de arte. En sus rostros eclipsados se adivinan muecas de
sorpresa y orgullo. Alguno, sin mediar palabra, hiere el dorado parejo de la
carne con la punta del cuchillo y comprueba lo que todos saben. Néstor corta un
bocado y prueba.
—Está
hermoso, tiene un gustito —dice como si fuera la primera vez en su vida que
prueba carne. Otro también prueba, lo mira a Néstor y dice: —Me parece que es
la mejor vaca que has hecho en años.
—Se
ganó una batalla —contesta Néstor después de un breve silencio.
Ya con
las llamas mordiendo del lado del cuero y faltando quince minutos para las ocho
de la noche, se ve un último ballet de hombres que va y viene agregando leña.
En el cielo cientos de palomas giran, tal vez espantadas por el volumen de la
música o por pura curiosidad.
Media hora más tarde cae la noche, en el escenario pintado por luces de colores que se proyectan sobre el humo artificial, Tomatito pide que reiteren los aplausos para una artista local que acaba de presentarse. Mientras tanto en el dorso del glamour, la luz cruda de un reflector crea una escena teatral isabelina. Ya hay una fila de gente esperando la venta, de nuevo los hombres rodean la vaca como en un ritual, la bajan suavemente, se miran orgullosamente cómplices y sus rostros se iluminan por lo que ven y por lo que fueron capaces de hacer juntos una vez más. Un año más.
Comienza el banquete, la cena está servida.
*
Ahora la atención se dirige a la pileta y su nuevo cerramiento, una estructura transparente de gliptodonte descomunal. Las luces que iluminan desde adentro de esa especie de carpa suben y bajan su intensidad como latidos. Dos grupos de hombres empujan el cerramiento para plegarlo sobre sí mismo como un abanico, un telón que se corre dejando la pileta a cielo abierto. Hay máquinas de humo que sueltan una tormenta, suena música electrónica digna de ciencia ficción, y es el clima justo para el show de láseres que dibujan en el aire frases como “Tapalqué enamora” o “Felices 155 años” o dibujan corazones, estrellas, delfines, etc. También se suma un grupo de tambores, la gente aplaude, los más osados gritan, todo es pura novedad. La noche ya secierra definitivamente y en el cielo va y viene un dron que lo quiere todo para sí. Los minutos pasan entre percusión, break dance y bailarines de movimientos robóticos, hasta que la música se vuelve de suspenso. Violines con una base moderna quiebran el ambiente y aparece un hombre con pasos seguros del que solo vemos la silueta esbelta. Lleva pantalones negros, una remera al cuerpo que brilla con texturas que recuerdan a escamas, tal vez dorada, no se distingue entre el humo, la oscuridad y los láseres verdes y rojos que lo atraviesan. Es Tomatito, que ahora rompe la tecnología con malabares de antorchas. Viene de otro tiempo a ofrecer la destreza de su estirpe nómade. Las llamas trepan el aire templando la noche, la gente aplaude y filma con los celulares. Ahora se queda con dos antorchas, cruza los brazos en forma de x y los descruza poco a poco acercando las antorchas a su cara, un pie afirmado adelante, el otro tenso hacia atrás y ya es, obviamente, un dragón que escupe fuego de sus fauces. Repite una, dos y tres veces el movimiento hasta que las apaga también con la boca, en el mismo momento en que estallan dos bengalas de artificio. Tomatito oye los aplausos y en ese preciso instante, en ese pueblo igual a todos en medio de la provincia, él es por fin todo lo que recuerda. Aunque el resto del show sigue, él se va, no saluda y acelera el paso con saltitos de bailarín clásico de entrecasa, como solo saben hacer los artistas de circo. En el aire todavía flota el olor antiguo del combustible quemado.
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